“Es como vivir en una película de terror”: un pueblo ucraniano muere lentamente

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Residentes calentaban comida en un fogón afuera de un edificio de apartamentos dañado en Guliaipolé, en el este de Ucrania. La ciudad, que alguna vez fue el hogar de unas 13.000 personas, se está extinguiendo de una manera mucho más penosa que otras poblaciones ucranianas.

La guerra nunca se detiene en Guliaipolé, una pequeña ciudad en el este de Ucrania. La mayoría de los residentes han huido, y los que quedan sobreviven con pocos alimentos y sin servicio de electricidad ni agua potable.

Por Thomas Gibbons-Neff y Natalia Yermak – The New York Timez

El bombardeo fuerte suele comenzar poco antes de la medianoche, bastante después de que el cielo se ha tornado negro, luego de que las torres de telefonía celular se han apagado y cuando los perros callejeros comienzan a ladrarle a la noche.

En Guliaipolé no hay electricidad ni agua corriente. Solo hay oscuridad y largos minutos de silencio cuando el tictac de los relojes de pared que funcionan con baterías o el chirrido de las puertas que abre el viento frío se escudriñan con angustia hasta que la siguiente explosión golpea en algún lugar cercano, sacudiendo las ventanas… y estremeciendo los huesos.

Y luego sucede otra vez, y una vez más. Un chirrido muy agudo y luego una explosión. A veces los bombardeos se acercan, otras se alejan. Es posible que durante unas cuantas horas se detengan por completo. Pero la misma rutina se ha repetido durante casi un mes en este pueblo ubicado en el frente de batalla al este de Ucrania, y todas las noches los residentes se hacen la misma pregunta: ¿Dónde caerá el próximo?

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Natalia Vladimirovna estaba en su hogar cuando la casa de al lado fue destruida.

“Es como vivir en una película de terror”, afirmó el lunes Ludmila Ivchenko, de 64 años, entre lágrimas y envuelta en su abrigo de invierno. Se mecía hacia atrás y hacia adelante, sentada, junto a la llama de una vela de aceite, en el sótano del hospital del pueblo donde ahora viven ella y sus vecinos.

Mientras las ciudades ucranianas como Járkov y Mariúpol están siendo destrozadas con los intensos bombardeos, los misiles crucero y los ataques de infantería, Guliaipolé, un pueblo que alguna vez fue el hogar de 13.000 personas, está muriendo con mucha más lentitud.

Es probable que este pueblo, a unos 145 kilómetros al noroeste de Mariúpol y a las orillas de la región de Donbás, se encuentre en la ruta de futuras ofensivas rusas que se realicen en el este, donde las tropas concentrarán sus operaciones, según aseveraron las autoridades el miércoles.

Guliaipolé, estratégicamente ubicado en la intersección de importantes carreteras que dividen la zona oriental del país, está rodeado de una media luna de fuerzas rusas y separatistas que se conforman con bombardear el pueblo en vez de tomarlo, quizás porque, de acuerdo con los analistas militares, todavía no tienen los recursos para hacerlo.

Los residentes de ese enclave cada vez más pequeño —que ya solo tiene 2000 personas— están atrapados en medio de batallas de artillería entre las fuerzas rusas y ucranianas mientras que casas, apartamentos, mercados, restaurantes y clínicas de atención médica son destruidos paulatinamente y la gente tiene que huir, vivir bajo tierra o morir.

Para quienes todavía viven ahí, la guerra en Guliaipolé comenzó el 2 de marzo, el día en que se acabó la energía eléctrica seguida por la suspensión del suministro de agua.

Rodeado de ondulantes campos sembrados de trigo y girasoles y atravesado por el río Haichur, Guliaipolé parece y da la sensación de ser una localidad característica de la era soviética: casas modestas y edificios de apartamentos de poca altura con espaciosas calles arboladas, que en otros tiempos eran perfectas para pasear en bicicleta por la tarde.

El 5 de marzo, las fuerzas rusas entraron por poco tiempo al pueblo antes de ser expulsadas. El conjunto de puestos vacíos a medio destruir donde la gente solía vender verduras y otros productos es un extraño recordatorio de que alguna vez fue un pueblo normal. Ahora es una amalgama de edificios vacíos sin techos y con las ventanas rotas donde habitan más perros callejeros que personas.

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Guliaipolé, estratégicamente ubicado en la intersección de importantes carreteras, está rodeado de fuerzas rusas y separatistas que se conforman con bombardear el pueblo en vez de tomarlo.

Las autoridades locales mencionaron que alrededor de doce civiles han muerto por los combates, esa cifra incluye a las personas que han sufrido infartos durante el asedio.

“Todos los días hay bombardeos”, dijo Tetiana Plysenko, de 61 años y maestra en Guliaipolé.

Cada mañana, la gente sale de sus casas y refugios para evaluar los daños y llamar a sus vecinos con el fin de asegurarse de que siguen con vida. Los rumores abundan, al igual que la desinformación. Un rumor es que un vecino fue atrapado ayudando a marcar objetivos para el ejército ruso y luego lo ahorcaron. Pero nadie puede confirmar si eso es cierto.

“Todavía no podemos entender por qué nos paso esto. Creemos que saldremos mañana y todo volverá a ser como antes”, dijo Ivchenko desde su refugio en el sótano. “Pero no hay forma de volver atrás”.

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Una mujer en un refugio en Guliaipolé. No hay electricidad ni agua corriente en el pueblo.

Por el momento, Guliaipolé es patrullado por un pequeño contingente de soldados de defensa territorial ucranianos. La tarea de evacuar a las personas y traer ayuda humanitaria recae sobre diez personas provenientes del ayuntamiento. A los autobuses escolares les han asignado el trabajo de traer agua y alimentos y de sacar a la gente desesperada que quiere huir de los bombardeos.

Sergiy Brovko, de 57 años, es un conductor de autobús enjuto y de baja estatura con arrugas a los costados de la cabeza. Brovko estuvo transportando a los niños durante un lapso menor a un año antes de que la guerra llegara al pueblo. Ahora conduce su viejo autobús Isuzu a la ciudad de Zaporiyia para recoger la ayuda humanitaria: cajas de pan, latas de gulasch y agua para luego hacer el largo trayecto de regreso a Guliaipolé.

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“Todos los días hay bombardeos”, dijo Tetiana Plysenko, de 61 años y maestra en Guliaipolé.

“Nunca hubiera podido imaginarme esto”, comentó Brovko el lunes mientras se dirigía a Guliaipolé en su séptimo viaje desde que comenzó la guerra. Maniobraba su autobús por las carreteras llenas de baches, los cuales son comunes en los tramos más rurales de Ucrania, reduciendo la velocidad casi a cero para transitar por los grandes cráteres que han dejado el uso excesivo y la falta de mantenimiento.

“Ni en mis peores pesadillas”, asevera el conductor.

El camino de Zaporiyia a Guliaipolé comienza con cierta normalidad, excepto por los puestos de control y las barreras de cemento en la carretera. Pero los carteles que hay en toda la ciudad son una extraña mezcla de cosas que nos muestran cómo había sido la vida hace no mucho tiempo y lo que hay ahora detrás de las puertas de Zaporiyia: entre anuncios de conciertos y arcos de McDonald’s hay vallas gigantescas que les informan a los transeúntes a qué parte de los tanques rusos se debe lanzar una bomba molotov.

A medida que Brovko se acerca a Guliaipolé, el tráfico va disminuyendo. Los pueblitos que hay a lo largo de la carretera parecen inquietantemente cerrados, casi como locaciones de cine abandonadas. Los puestos de control ucranianos están a cargo de hombres jóvenes y viejos. Líneas de trincheras recién excavadas zigzaguean alejándose de la carretera reforzadas con troncos recién cortados y posiciones de ametralladoras. Para cuando aparece Gualiaipolé a la vista, Brovko ya ha pasado por varios letreros recién puestos que dicen: MINAS.

“Ayer evacué a mis padres”, dijo y nos explicó que en fechas recientes una casa de su calle había sido alcanzada por fuego de artillería. Comentó que apenas hace unos días tuvo que esperar para entrar a Guliaipolé, con el autobús cargado con casi 230 kilos de papas, hasta que los rusos terminaron de bombardear la localidad.

El lunes en la noche, Brovko estacionó su autobús en las afueras del pueblo y fue en bicicleta a la casa de su suegro, donde pasó la noche antes de llenar el autobús con personas evacuadas la mañana siguiente. Sus vecinos huyeron una semana antes y dejaron a su perrito, así que el conductor convertido en transportista de personas evacuadas y cuidador de mascotas, le dio un poco de pan al animalito antes de poner su despertador para las 5:45 a. m. e irse a dormir.

El amanecer del martes fue terriblemente frío. Los bombardeos habían terminado más o menos a las 04:00 a. m. y se habían trasladado hacia algún otro punto conflictivo distante en el frente de batalla. Se descargaron cajas de leche, agua, pan y otros alimentos del autobús de Brovko para un grupo de voluntarios antes de que manejara unas cuantas cuadras para recoger al grupo de evacuados de ese día.

Estas 40 personas, aproximadamente, serían trasladadas a Zaporiyia, donde se registrarían como personas desplazadas. Algunas estarían alojadas en dormitorios o gimnasios escolares o con amigos o familiares y otras saldrían del país. Según la Agencia de la ONU para los Refugiados, desde que Rusia invadió a Ucrania el 24 de febrero, más de cuatro millones de personas han huido del país y 6,5 millones se han desplazado dentro del territorio.

Cerca de doce personas que abordaron el autobús de Brovko, en su mayoría mujeres y niños, tenían casi los mismos motivos para salir de Guliaipolé: los bombardeos se estaban intensificando y estaban cada vez más cerca. Eso era demasiado.

El martes, subieron en silencio al autobús escolar amarillo y algunos estaban llorando. Una mujer se despidió de su pequeña perrita de color caramelo, Asya, porque no se permite que los evacuados lleven a sus mascotas. Otra mujer, Valia, de 60 años, llevaba a su nieta para que se reuniera con su padre, antes de abandonar el sur de Ucrania. Cuando la niña le preguntó dónde van a vivir, la abuela le dijo una mentira para tranquilizarla.

“En Dubái”, dijo Valia, quien se negó a dar su apellido. “Ahí el mar es de color turquesa”.

Los bombardeos se reanudaron poco después de que los autobuses salieron de Guliaipolé y duraron todo el día, comentó Kostiantyn Kopyl, un cirujano de 45 años que trabaja en el hospital y que es miembro de la unidad de defensa territorial. Las fuerzas ucranianas respondieron a los ataques en la noche, y las personas que quedaban en el pueblo hicieron lo que hacían todas las noches: escuchar y esperar la siguiente explosión.

“Todos seguimos vivos”, informó.

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Casas, apartamentos, mercados, restaurantes y clínicas de salud están siendo destruidos lentamente y la gente se ve obligada a huir, vivir bajo tierra o morir.

Thomas Gibbons-Neff es el jefe del buró de Kabul y exsoldado de infantería de la Marina. @tmgneff

Tyler Hicks es fotógrafo sénior del Times. En 2014, ganó el Premio Pulitzer de fotografía de noticias de último momento por su cobertura de la masacre de Westgate Mall en Nairobi, Kenia. @TylerHicksPhoto

 

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