Réquiem por el centro en España. Se suicidó y lo mataron

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La conservadora Isabel Díaz Ayuso disparó su popularidad durante la pandemia al mantener la economía abierta y resistirse a aplicar las restricciones impuestas en otras regiones españoles.

Mientras la derecha sostenía que la democracia solo sobreviviría en sus manos —“comunismo o libertad”—, la izquierda se presentó como muro de contención frente a un fascismo que supuestamente estaba a punto de tomar la Puerta del Sol.

Por David Jiménez – The New York Times – Es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

En mitad de la campaña electoral más crispada de la democracia, y con las encuestas en contra, Edmundo Bal se abrazó a un lema sencillo para desmarcarse de la competencia: “Vota al partido que no insulta”. El aspirante de Ciudadanos a la presidencia de la región de Madrid quedó último. El resultado deja a su partido, que en sus orígenes fue visto como una esperanza frente a los bandos tradicionalmente enfrentados, fuera del parlamento y al centro político español moribundo. Aunque Bal trató de focalizar su campaña en planes de acción concretos, nadie escuchaba en medio del ruido.

El debate político en Madrid quedó reducido a las consignas de los salvapatrias de uno y otro bando. Mientras la derecha sostenía que la democracia solo sobreviviría en sus manos —“comunismo o libertad”—, la izquierda se presentó como muro de contención frente a un fascismo que supuestamente estaba a punto de tomar la Puerta del Sol.

La victoria fue para la conservadora Isabel Díaz Ayuso, que disparó su popularidad durante la pandemia al mantener la economía abierta y resistirse a aplicar las restricciones impuestas en otras regiones españolas. La presidenta madrileña, del Partido Popular, consolida con su triunfo aplastante el ayusismo, una nueva variante de la derecha populista que ha explotado con habilidad la polarización de la política nacional.

La votación confirmó la maldición histórica del centro en España. Los intentos de reinventar la tercera vía española han fracasado desde el declive de la Unión de Centro Democrático (UCD), el partido que pilotó los primeros años de transición democrática tras la dictadura del general Francisco Franco, entre 1975 y 1982. Las razones de ese fiasco continuo hay que buscarlas en una mezcla de errores propios, traiciones internas y sabotajes externos, a los que suelen unirse con similar entusiasmo derecha e izquierda. Ciudadanos es el mejor ejemplo de cómo llevar un partido desde lo más alto a la destrucción en apenas dos años.

La formación “naranja” nació en Cataluña con el liderazgo carismático de Albert Rivera, un político entonces rompedor que en su campaña de 2006 se presentó literalmente desnudo ante la ciudadanía. Era su manera simbólica de ofrecer transparencia, reformismo, meritocracia y diálogo, la oferta con la que atrajo a las clases urbanas, liberales y profesionales de las grandes ciudades. Al partido no le importó pactar con los socialistas en Andalucía y con los conservadores en Madrid, porque sus objetivos regeneradores se imponían a las preferencias ideológicas.

En abril de 2019, Ciudadanos se convirtió en la tercera fuerza del país.

La idea era que Albert Rivera cambiaría la política, pero la política lo cambió antes a él. El éxito alimentó sus ambiciones y lo apostó todo a convertirse en el líder hegemónico de la derecha, alejándose del centro e incluso legitimando a la extrema derecha en un movimiento que traicionó los principios liberales de su partido. Su negativa a pactar un gobierno de coalición con Pedro Sánchez, forzando una repetición electoral, hizo que Ciudadanos pasara de 57 diputados a 10 entre las elecciones de abril y noviembre de 2019. Rivera dimitió y su sucesora, Inés Arrimadas, ha intentado desde entonces un regreso al centro.

Inés Arrimadas, su sucesora, ha intentado regresar al centro, pero todo indica que ya es tarde.

El espacio moderado se ha achicado y estos días la estrategia que mejor funciona pasa por la retórica agresiva, el enfrentamiento y la creación de enemigos, reales o ficticios. La extrema derecha lo comprendió muy pronto y en Madrid ha renovado esa estrategia, con la colaboración a veces voluntaria y otras entusiasta de medios de comunicación que se han convertido en altavoces de su histrionismo. Vox captó la atención estigmatizando con datos falsos a menores migrantes, redobló su lenguaje guerracivilista y alimentó miedos populares como el crimen, a pesar de que Madrid es una de las ciudades más seguras del mundo, con el único propósito de presentarse como solución. El partido mejoró sus resultados, incluso con el ayusismo amenazando parte de su espacio electoral.

La política española sube el tono con cada votación y devora cada vez más rápido a sus líderes, quemados en un ambiente de polarización extrema y un sistema de partidos que castiga la disidencia interna. La renuncia en estos años de destacados dirigentes con talento y capacidad de diálogo —el socialista Eduardo Madina, el popular Borja Sémper o el centrista Toni Roldán, que abandonó Ciudadanos por su viraje a la derecha—, empobrece el debate público y deja el espacio abierto a demagogos y oportunistas. Triunfan políticos que, a izquierda y derecha, carecen de preparación o curiosidad intelectual, desprecian la inteligencia o la razón sin el menor complejo, ofrecen soluciones simples para problemas graves y explotan sin escrúpulos el hartazgo de la gente.

El centro, mientras tanto, vuelve a quedar huérfano y no se vislumbra una alternativa a las expectativas que una vez generó Ciudadanos. Es una mala noticia porque se necesita con urgencia un partido dispuesto a acercar a las dos Españas, aún a riesgo de recibir golpes de ambas. En otro momento de gran tensión, cuando en los años setenta el país vivía un pulso entre fuerzas autoritarias y democráticas, la figura de Adolfo Suárez y la desaparecida UCD fueron clave para crear una atmósfera que lograra un consenso por el bien común.

España vuelve a necesitar un partido que ejerza ese papel mediador y sea capaz de dejar las trincheras ideológicas para buscar soluciones pragmáticas a los problemas de los ciudadanos. En mitad del embrutecimiento actual de la política nacional, el coraje no reside en gritar más alto al adversario, hoy convertido en enemigo, sino en sentarlo a dialogar las diferencias. Un país sin espacio para el centro está condenado a enfrentarse en los extremos.

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